El lugar de escape

Como ya conté alguna vez, mi preadolescencia no fue de lo más feliz. Y por aquellas épocas había agarrado una costumbre un tanto extraña.


Como compartía la habitación con Hermana, no podía encerrarme. Además en casa las puertas no se cierran con llave. Entonces yo optaba por ocultarme abajo de la cama.


Había alfombra, asique era un recodo mullido. Linterna en mano, cuaderno, lapicera me bastaban para meterme a ese mundo paralelo que me había creado.


Y ahí escribía, lloraba, me enojaba con todos y me volvía a amigar en silencio. Me odiaba sabiendo que no había salida a eso más que queríéndome. Me abrazaba a la almohada y me quedaba dormida. A veces hasta obligaba a mi perra a hacerme compañía.


Era mi lugar solitario, de escape. Yo creía que me escapaba, pero en realidad ahí me econtraba con mi yo más real. Con la nena asustada, que quería que la quieran pero no sabía cómo hacer para dejar de ser tan odiosa; y que creía que el mundo se complotaba en su contra cuando ella no hacía el menor esfuerzo por salir del pozo en el que estaba metida.


Pero crecí, y me hice más fuerte. Ya no necesité esconderme. Aprendí a quererme así como era y a enfrentar lo que venga. Costó quererme como soy, fue tarea ardua y compleja, pero lo logré y lo sigo logrando todos los días.

Y menos mal, porque un par de años después, quitaron las alfombras y dejó de ser un espacio hospitalario.

El nuevo piso de madera es duro y frío.