Óxido en el aire

Hace ya un par de años, Madre adoptó una costumbre un tanto estrafalaria: juntar cada fierrito, metal, tornillo, tuerca o pedazo de chatarra oxidada que ve en la calle. ¿El motivo? Madre está convencida de que son de buen augurio, por eso insiste en que llevemos una arandelita de metal en el llavero, y tengamos una canastita llena de porquerías llenas de óxido en medio del living (y con esto no miento, pronto le saco una foto y la subo para que lo comprueben).


La cuestión es que yo siempre descreí de esa leyenda urbana de Madre. En casa solíamos llamarla "chatarrera" o "ciruja", Madre llegó a frenar en la banquina de una avenida para juntar la tuerca oxidada de un camión.


Pero un día me volví "creyente". 


Yo cursaba 3er año de la carrera y tenía que volver a rendir el final de Lenguajes III (porque ya me habían bochado una vez). El examen fue escrito. Yo ya venía con todo el estigma de haber rendido mal una vez, y con un nuevo cúmulo de nervios por tener que someterme a semejante tortura. Eran tres preguntas, las respondí en una hora y me fui a mi casa con el corazón en la garganta. En el camino de vuelta, me puse a repasar mis contestaciones y me di cuenta de que había confundido un concepto y eso invalidaría uno de los puntos por completo.

Una semana tuve que esperar hasta que me dieran la nota. Me preparé mentalmente para un nuevo bochazo. Pero de todas maneras, recé todo el camino de mi casa a la facultad para que ocurriera un milagro y lograra aprobar a pesar de mi garrafal error.

En el edificio de la Universidad habían estado haciendo refacciones de mantenimiento. Una de ellas había sido cambiar el techo. Por eso el piso de la entrada estaba minado de clavos viejos, doblados y oxidados. Un tapiz de fierros y chatarra.

Yo tomé ese mar de metales nada preciosos como una señal a mis plegarias. Abrí la mochila y empecé a juntar, de a uno, todos y cada uno de los clavos. La gente pasaba intrigada y me miraba como si estuviese loca. Poco me importó. Yo seguí ensimismada en mi tarea hasta que dejé el piso limpio.

Al menos si no aprobaba, había hecho un bien al medio ambiente juntando toda esa porquería contaminante.

Cuando no hubo ya con que entretenerme, junté coraje y entré a la Facultad. Subí al segundo piso y pregunté mi nota. Y adivinen que pasó!

APROBÉ!!!!!

Desde entonces soy fiel creyente y junto cada rulito lleno de óxido que veo pululando por la vía pública. No hay que desestimar la sabiduría de Madre.